De hija a madre, una lección de amor
Autor: Carina Arévalo Arévalo - Docente invitada de Educación Continua el Vie, 06/05/2022 - 12:03
¿Quién es la persona más importante en tu vida?
Cuando alguien nos plantea esta pregunta se nos viene a la mente contadas opciones, acompañadas de momentos y recuerdos especiales que serán el argumento para dar la respuesta que muchos de nosotros daremos: “mi mamá”.
Todas las personas han tenido una experiencia diferente con su madre, pero cada etapa de ese compartir ha implicado un conjunto de aprendizajes valiosos que ha marcado nuestras vidas. Por mencionar uno de ellos, durante la infancia sentimos protección, cuidado, cariño y actos de generosidad de nuestras madres, momentos de juegos, respuestas a mil “¿por qué…?”, así como también, llamados de atención y regaños, cuyo fin era enseñarnos límites y valores, pero ante todo demostrarnos su amor.
Todo esto nos fue enseñando a entrar en el mundo de la toma de decisiones, nos transmitieron que el rol de una madre siempre debe encaminarse a hacer lo mejor en todo momento, lo más perfecto. En la adolescencia, posiblemente esta relación tomó un momentáneo giro, nuestra mirada a aquel ser que nos consolaba si teníamos una pesadilla o nos llenaba de mimos, pasaba a ser alguien molesto, por llenarnos de consejos y nosotros, por ese afán de afianzar nuestra forma de ser o de demostrar que podemos ser “maduros”, propiciamos una especie de alejamiento. Sin embargo, mientras todo aquello sucede en aquella preciosa y no tan fácil etapa, la madre continúa atenta y cercana por cualquier cosa que necesitemos, también para corregirnos, abrazarnos, para advertirnos, como sea, pero con nosotros y para nosotros, demostrando con las acciones que el amor incondicional existe, y que siempre hace posible el perdón.
Si nuestra vocación ha sido el matrimonio y la familia, en el caso de las mujeres, es posible que en algún momento nos convirtamos también en madres. Cuando esto suceda, estaremos desde el otro lado de la orilla, siendo responsables de una vida, experimentando que el amor no tiene medida y que es posible enamorarse otra vez y darse a sí misma, independientemente de si habrá o no recompensa. Pasamos de ser consoladas a consolar, de ser corregidas a corregir, de ser amadas a amar; en fin, incluso llegamos a pensar “ya soy como mi mamá”, y no solo por las cosas buenas, sino también por aquellas que no son fáciles de asumir y que lleva consigo la maternidad. Lo encantador, aunque no tan agradable es que, sobre todo en los primeros años de vida de nuestros hijos se acompañará de abrazos, besos, travesuras, comida derramada, palabras mal pronunciadas, paredes rayadas e inmensa ternura, que sin duda representarán el aperitivo para lo que vendrá después y que dejan clara la importancia de disfrutar de dichos momentos.
Por eso, con el paso del tiempo empezamos a dar un valor más profundo a toda la labor de nuestras madres, y probablemente sea lo más cercano al amor de Dios que podamos experimentar en la tierra. Ciertamente, la figura materna genera ternura, entrega, acogida, entre otros tantos sentimientos; independientemente de que tengamos a nuestra madre cerca o lejos, en la tierra o en el cielo, siempre tenemos la certeza de que vela por nosotros en cada momento y que su oración nos acompañará hasta el final y que guiará a varias de nuestras generaciones, pues las enseñanzas siempre se quedan en la memoria del corazón y las transmitimos en cada acto de amor.