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El influjo de la familia en la formación de la persona
Autor: Cristina Díaz de la Cruz - Directora General de Misiones Universitarias - UTPL el Mié, 13/04/2022 - 17:01
En esta reflexión acerca del influjo de la familia en la formación de la persona, no puedo evitar acudir a mi vivencia personal. Desde que empecé a intentar “dar forma” a mi propia vida, tratando de responder a un llamado particular de Dios, sentí que mi hogar era el lugar en donde se había forjado la mayor parte de mi “ser” hasta entonces.
¿Quién de nosotros no es capaz de ver, en sí mismo, los rasgos psicológicos y espirituales, influjos, tendencias, costumbres o valores que provienen de nuestra propia familia? La familia es, sin duda, el laboratorio de la vida, en donde probamos muchas de nuestras conductas y hacemos grandes bienes, pero, también es el lugar en donde se pueden causar daños profundos.
Cuando una persona llega a una etapa de cierta madurez, debe ser capaz de contemplar con serenidad su propia vida y hacer como indica Cristo en el Evangelio: “También es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases; y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan, y recogen en cestos los buenos y tiran los malos”. (Mt 13,47-48)
Recoger en cestos todo lo bueno que recibimos de nuestra familia es la actitud más saludable ante una vida que quizá esté llena de imperfecciones. Ser agradecidos, en primer lugar, por el don de la vida, por haber podido venir al mundo, respondiendo a un propósito misterioso de Dios, que es capaz de sacar hasta de las piedras a hijos de Abraham (Cf. Lc 3,8). Sea cual fuere nuestra situación familiar, podemos responder a los designios de Dios para cada uno de nosotros, si actuamos con gratitud y responsabilidad.
Ser agradecidos también responde a la enseñanza de Cristo acerca de que hasta la más pequeña gracia que recibimos puede convertirse en un manantial de bendiciones. Este hecho lo vemos en el episodio de la mujer cananea, que ruega por la curación de su hija indicando que “también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos” (Mt 15,27); o en el caso de la mujer hemorroísa, que logra su curación tocando el manto de Jesús (Cf. Mt 9,20-21). Cada detalle, cada gesto de amor, cada sonrisa, cada pequeño acto de ternura y generosidad dentro del ámbito familiar puede salvar una vida, curar y proyectar un alma a un nuevo horizonte de salud espiritual.
Lamentablemente, también pueden darse actos de egoísmo dentro de las familias. Estos serían los peces malos que Cristo nos invita, en su Evangelio, a tirarlos fuera. Sí, debemos ser capaces de deshacernos de todos estos males que pueden causar mucho dolor en el ámbito familiar. Si nosotros somos las víctimas, “echar fuera todos estos males” significa perdonar.
Podríamos hablar mucho acerca del gran reto que supone perdonar los daños sufridos y, muy especialmente, cuando se producen en el seno familiar. Pero en esta breve reflexión quisiera hacer un llamado a la decisión firme de intentar, por lo menos, perdonar. Esta decisión, que es la que abre un nuevo proceso, una nueva aventura y una experiencia profunda de vulnerabilidad y amor, es capaz no solo de curar al ofendido, sino también de convertir al ofensor.
En este tiempo que vivimos de incertidumbre y fragilidad, propongámonos un ejercicio saludable de revisión de nuestra situación familiar. De todo aquello que debemos fructificar y, también, de lo que debemos perdonar. Sin duda, Dios nos dará su gracia para hacer resplandecer nuevamente el sol de su amor sobre nuestras vidas y darnos una nueva oportunidad para construir un futuro de paz y esperanza.